(27 de marzo de 1724-10 de marzo de 1766) recibió una educación
que superó con mucho a la de la mayoría de las jóvenes de su tiempo, gracias
básicamente al vigoroso estímulo de su padre. En este punto queremos subrayar
que diversas estudiosas del papel de la mujer en la historia de la ciencia han
resaltado en sus trabajos de investigación que muchas científicas de talento
alcanzaron el éxito y lograron desarrollar su vida profesional gracias al apoyo
encontrado en figuras masculinas, básicamente padres, maridos o hermanos.
Retomando a Colden, apuntemos que fue la segunda de diez hermanos en una familia acomodada de Nueva York y como en aquellos tiempos no había escuelas públicas donde vivían, de pequeña recibió una esmerada formación en casa. La rica biblioteca científica familiar propició que leyese diversos trabajos, entre ellos los de Linneo que su progenitor había traducido del latín al inglés, y que alcanzase así una excelente formación.
Desde muy joven mostró gran aficción por la lectura y el aprendizaje. Aunque las limitaciones propias de su época le impidieron viajar y emprender importantes recolecciones, fue capaz de salvar la situación estudiando todos los libros de botánica y jardinería que tenía a su alcance. Aunque sólo se internaba en los bosques y campos de los alrededores cuando iba acompañada, se las ingenió para que amigos y vecinos le trajesen todos los ejemplares vegetales de interés que encontrasen, ampliando así su rica colección.
A partir de principios de la década de 1740 y a lo largo de más de veinte años, estudió minuciosamente la vegetación del territorio en que vivía. En 1757 Jane Colden ya había descrito y dibujado cerca de 350 plantas locales y era una experta en identificar y clasificar las especies vegetales indígenas de Nueva York y alrededores. Con notable maestría plasmó su trabajo en un precioso manuscrito sobre la flora de Nueva York, incluyendo cuidadosas descripciones morfológicas tan detalladas y precisas que indicaban que sus observaciones procedían de especímenes reales. Asimismo, fue capaz de idear nombres comunes para muchas plantas y de elaborar una lista de aquellas que tenían propiedades domésticas o medicinales.
Colden mantuvo correspondencia frecuente con un gran número de botánicos y coleccionistas de su época, tanto norteamericanos como ingleses, lo que le permitió estar totalmente al tanto de los descubrimientos y hallazgos más recientes de su especialidad. Además, su contacto con los científicos contribuyó a que se volviese muy conocida en los círculos botánicos de América y de Europa. Las referencias existentes en los registros contemporáneos indican que era muy valorada por sus minuciosas descripciones y como recolectora de plantas y semillas. Jane Colden descubrió dos especies nuevas pero, como tantas veces en la historia de la ciencia, ambas especies fueron también descritas y nombradas por otros botánicos varones y ella no recibió crédito alguno por sus hallazgos.
Esta perseverante naturalista estaba muy segura de sus conocimientos y de su trabajo científico; cuando en sus observaciones difería de los demás, no se atemorizaba y lo ponía claramente de manifiesto. Por ejemplo, al escribir sobre una especie, Clematis virginiana, afirmaba: «ni siquiera Linneo se ha dado cuenta de que algunas plantas de Clematis sólo llevan flores masculinas, pero yo he observado esto con tal cuidado que no quedan dudas de ello.»

Cuando Jane Colden contrajo matrimonio en 1759 contaba ya treinta y cinco años, edad «avanzada» según los cánones de la época. No hay evidencias de que continuase con sus actividades sobre botánica después de su boda. Murió a los 42 años, el 10 de marzo de 1766, después de dar a luz a su único hijo, que también falleció. Desafortunadamente, los escritos de Jane Colden que aún se conservan son muy escasos. No obstante, su manuscrito sobre la flora de Nueva York se encuentra hoy localizado en la colección del Museo Británico de Historia Natural, y parte de su correspondencia ha sido hallada en Edimburgo.
Para terminar, anotemos que el «idilio» entre las ciencias naturales y las mujeres no duró mucho. A medida que la distancia entre la alta ciencia y la de cariz más popular iba creciendo, las mujeres, que tenían vedada la entrada a las universidades o a las academias científicas, fueron quedando más y más rezagadas. Finalmente, con la profesionalización de la ciencia perdieron las prerrogativas que había disfrutado. La botánica médica, entre otras especialidades, que había permanecido en manos femeninas hasta bien entrado el siglo XVIII, terminó por pasar a ser responsabilidad de hombres con estudios universitarios y las estudiosas se vieron excluidas de los poderosos círculos del saber.

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